martes, 1 de marzo de 2016

La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias

Paul McCartney, Pipes of Peace, 1983

En 1914 va a saltar por los aires todo un mundo, el surgido con las revoluciones liberales. Era un mundo eurocéntrico, orgulloso de sus logros económicos, políticos y culturales. Además, tras las durísimas guerras napoleónicas, era un mundo aparentemente pacífico: se producían conflictos internos y externos, revoluciones y guerras, pero sus consecuencias desastrosas solían estar limitadas en el espacio (un país concreto) y en el tiempo (una breve duración). Por otra parte, la opinión pública europea y americana no solía ser consciente de las tremendas tragedias que el imperialismo occidental provocaba en otras partes del mundo...

Todo ello produjo en estas sociedades la generalización de un auténtico complejo de superioridad, la certeza de estar viviendo la época más espléndida de la historia de la Humanidad: cada vez se vivía mejor, el nivel de vida crecía para todas las capas sociales, las costumbre se hacían más pacíficas y humanitarias, los inventos y los adelantos técnicos se producían constantemente, y había una confianza ciega en un progreso ilimitado que en poco tiempo afectaría a toda la población mundial.

Pero al mismo tiempo los países eran cada vez más nacionalistas, con una visión exclusivista de sus propios logros, de su propia cultura, de sus propios derechos a una posición prominente entre las demás naciones. Y las contrariedades o los fracasos pasaron a ser vistas como obra de los envidiosos-taimados-malvados estados rivales. Así, una parte significativa de los cada vez mayores recursos de los que se disponía se dedicaron a reforzar sus fuerzas armadas: ejércitos cada vez más numerosos (gracias al servicio militar obligatorio) y con un poder destructivo incomparable (gracias a la revolución tecnológica).

Pues bien, cuando se inició la guerra aparentemente nadie fue consciente de lo que iba a ocurrir: el entusiasmo popular fue grande en todos los países, aunque duró poco. Pronto se advirtió que la Gran Guerra (como se la llamó) había acabado con muchas cosas además de con la paz, y entre ellas con la confianza en el progreso. El futuro pasó a ser visto como una amenaza, y para conjurarla se acudió a ideologías que proponían soluciones drásticas al desastre del presente. Un joven soldado forzoso inglés aprovechará los momentos de descanso en las inhumanas trincheras para pergeñar sobre el papel los primeros trazos de un inhóspito mundo imaginario poblado de seres de todo tipo en constante lucha bajo la constante presencia de un mal absoluto. El escritor en ciernes se llamaba J. R. R. Tolkien, el mundo que comenzaba a crear se convertirá en la Tierra Media, y años después publicaría El Señor de los Anillos.


En este tema vamos a estudiar la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. Para ello es necesario que descargues cuanto antes la correspondiente Presentación que utilizaremos en clase. También te será útil este mapa:


Pero para saber más puedes utilizar los siguientes documentos, todos ellos obras de ficción excepto el primero:
Otto Dix, Tríptico de la guerra


Tres textos interesantes


1. El escritor Ernst Jünger, entonces muy joven, narra cómo se enteró del inicio de la guerra, y expone su reacción y la de la sociedad en general. Reflexiona sobre las razones que pudieron tener para actuar como actuaron.

Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las tormentas de verano. La actitud de la gente era más franca y despreocupada de lo normal, pero sus ocupaciones seguían discurriendo por los cauces habituales. Por eso, y no obstante lo que estaba ocurriendo, tampoco mi familia dejó de emprender, como todos los años, el habitual viaje de veraneo hacia la isla de Juist.
Esta vez no había acompañado yo a mis padres y hermanos; me había quedado en nuestra solitaria casa a fin de preparar con calma el examen final de bachillerato. Sentía deseos de librarme pronto de los bancos escolares, que me resultaban cada vez más agobiantes. Por mi modo de ser tendía hacia una amplitud y libertad vitales que presumía, sin duda con razón, que eran irrealizables en la aburguesada Alemania. Un año antes había intentado ya un golpe de fuerza; me había escapado de casa al amparo de la noche, para correr aventuras por el mundo. Como les suele suceder a los fugitivos adolescentes, muy pronto fui devuelto a casa. Mi padre, hombre de sentido práctico, había cerrado un pacto conmigo; primero haría el examen final de bachillerato y luego me dedicaría a recorrer el mundo a mi gusto y capricho. Esta agradable perspectiva espoleaba considerablemente mi diligencia.
Había realizado ya grandes progresos en mis estudios cuando, hacia el final de las vacaciones escolares, en aquel día de agosto tan henchido de significado, subí al tejado de nuestra granja; aquel edificio había sido pasto de las llamas el año anterior y ahora estaban reparándolo. Allí se encontraba trabajando Robert Meier, nuestro jardinero, acompañado de un obrero desconocido para mí, que nos había enviado por algunos días una empresa fabricante de cubiertas de tejado a prueba de fuego. Mientras aquellos dos hombres clavaban en los cabrios los tableros de la cubierta, yo les hacía compañía y charlaba con ellos.
Desde aquel tejado se podía divisar en toda su amplitud el antiquísimo paisaje de llanuras en que estaba situada nuestra casa. Hacia el este, cerraba el horizonte un lago de grandes dimensiones llamado el Mar de Steinhude; hacia el oeste, la mirada se perdía en una extensa zona pantanosa en la cual, según contaban viejas tradiciones, un ejército de Germánico había sufrido un descalabro. Por el sur penetraban en la llanura las últimas estribaciones de los montes del Weser; y hacia el norte se extendía la planicie por los páramos de Nienburg, sembrados de oscuros bosques de pinos. El campo de visión abarcaba, pues, todos los elementos de este paisaje que yo sentía como mi verdadera patria.
Sentados en el tejado, que los rayos del sol habían recalentado, nos hallábamos entregados a nuestra charla, cuando pasó por la parte de abajo, montado en su bicicleta, el cartero, tal como solía hacer siempre a aquella hora. Sin bajarse, nos gritó estas tres palabras: «¡Orden de movilización!». Sin duda hacía ya horas que el telégrafo estaba difundiendo incesantemente esas mismas palabras por todos los rincones del país.
El tejador acababa de alzar el martillo para dar un golpe. Detuvo su movimiento y con toda suavidad depositó la herramienta sobre el tejado. En ese instante entraba en vigor para él un calendario diferente. Había cumplido ya el servicio militar y en los próximos días tendría que presentarse a su regimiento. Meier pertenecía a la reserva de reemplazo y también para él era inminente el llamamiento a filas. Yo tomé la resolución de participar en la guerra como voluntario, decisión que adoptaban a aquella misma hora centenares de miles de hombres.
Nuestro pequeño y pacífico grupo se había convertido de golpe en un grupo de soldados, y eso mismo ocurría en todos los sitios de Alemania en que estuviesen reunidos unos cuantos hombres. Recogimos las herramientas y acordamos tomar un trago en la aldea. Cuando llegamos ante el ayuntamiento vimos que ya estaba expuesta en el tablón de anuncios la orden de movilización. En la taberna no se notaba ninguna excitación especial –al campesino de la baja Sajonia le es ajena la exaltación, su elemento propio es la tenaz fuerza de la tierra. No regresamos a casa hasta bastante tiempo después; mientras caminábamos por la solitaria carretera íbamos cantando la hermosa canción que dice:
Auf auf Kameraden von der Infanterie,
es gilt für unser Leben...
[Arriba, arriba, camaradas de la infantería,
hemos de luchar por nuestra vida... ]
Mis padres regresaron al día siguiente; todos los lugares de veraneo se habían quedado vacíos de repente. Por la tarde fui en tren a Hannover para inscribirme en un regimiento. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento. Los guardavías habían colgado al zar Nicolás.
Por la Plaza de Ernesto-Augusto pasaba desfilando un regimiento que marchaba al frente. Los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores. Desde entonces he visto muchas multitudes arrebatadas de entusiasmo; ningún otro ha sido tan hondo y poderoso como el de aquel día.
A la mañana siguiente me dirigí al cuartel del 74° Regimiento de Infantería, que encontré sitiado por millares de voluntarios. Era completamente imposible avanzar dentro de aquella muchedumbre. Por fin al tercer día conseguí llegar hasta el 730 Regimiento de Fusileros; allí me declararon apto y me apuntaron en las listas. Una vez resuelto el problema de mi inscripción, un escribiente me gritó, cuando ya me marchaba:
–¿Y usted qué es? ¿Está en el último curso de la enseñanza media? ¿Quiere hacer también el bachillerato?
En medio de la agitación en que me encontraba se me había olvidado del todo aquella cuestión, que tampoco me parecía ya tan importante. De todos modo hice que me extendieran un certificado, y así fue cómo durante cinco días sufrí, junto con otros compañeros de infortunio, una serie de exámenes escritos y orales. Como es natural, las pruebas fueron fáciles; en realidad resultaba menos difícil aprobar que suspender. Aun así, hubo entre nosotros un ave de mal agüero que logró realmente esto último. Una vez que me matriculé en la universidad de Heidelberg, quedé libre de toda clase de preocupaciones.
Durante las semanas siguientes me despertaba de muy buen humor por las mañanas –en especial cuando la noche anterior había estado soñando que aún no tenía aprobado el examen final de bachillerato. En realidad sólo había una cosa que me desazonaba; me llenaban de angustia las noticias que los periódicos traían acerca de nuestras victorias. Según ellos, algunas patrullas de la caballería alemana habían divisado ya las torres de París; si las cosas continuaban progresando de ese modo, ¿qué iba a quedar para nosotros? Pues también nosotros queríamos oír el silbido de las balas y vivir esos instantes que cabe calificar como el bautismo propiamente dicho del varón.
La ansiada orden llegó por fin; el 6 de octubre debía presentarme en el cuartel. Las semanas de instrucción transcurrieron con rapidez; pasaba los días en el páramo de Vahrenwald o en la Plaza de Waterloo; las noches, como es natural, con buenos camaradas o con una chica. Aprendí a disparar y desfilar y entablé también conocimiento con la disciplina prusiana. Y si bien es cierto que al principio choqué violentamente con ella, con todas y cada una de sus normas, le debo más que a todos los maestros de escuela y a todos los libros del mundo.
De repente, el 27 de diciembre nos pusieron en estado de alerta; el frente nos estaba aguardando. Cargados con un pesado equipaje y, sin embargo, eufóricos como en un día de fiesta, desfilamos hacia la estación del ferrocarril. En el bolsillo de mi guerrera había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias. Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba hacia ellas con suma curiosidad. También tendía, por mi propia manera de ser, a observar las cosas; desde muy pronto sentí predilección por los telescopios y los microscopios, instrumentos con que se ve lo grande y lo pequeño. Y entre los escritores admiraba desde siempre a los que, además de poseer unos ojos agudos para todo lo visible, se hallaban dotados también de un instinto para lo invisible.
Cuando llegó el tren comenzaba a oscurecer. Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían:
–Son soldados. Marchan a la guerra.
Y tal vez los niños preguntaban:
–¿La guerra...? ¿Qué es eso?


2. Stefan Zweig fue un destacado escritor austríaco, pacifista e internacionalista. En su obra El mundo de ayer. Memorias de un europeo, escritas poco antes de su lamentable muerte en 1942, recuerda así cómo percibió la reacción general ante el inicio de la guerra.
        
¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquierse oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quien nadie había agasajado jamás.
        En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. [...] Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su yo, que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme, y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. [...]
        Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia desgana de cultura, el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués, y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.


3. En su libro Groucho y yo, el gran actor cómico Groucho Marx recordaba de este modo el inicio de la gran crisis económica de 1929.

        Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado de valores. […] Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que era un negociante muy astuto. Todo lo que compraba aumentaba de valor. Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor.
       Mi sueldo semanal en Los cuatro locos era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. […] Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días. Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo:
       –Hace un ratito han subido dos individuos, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos, de verdad. Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. Oí que uno de los individuos decía al otro: “Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation”.
       Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acaba de desayunar y todavía iba en batín.
       –En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa –dijo–. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones…
      –Harpo –dije–, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!
       De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantía del veinticinco por ciento.
       El mercado siguió subiendo y subiendo. Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente acerca de este fenómeno especulativo.
       –No sé gran cosa sobre Wall Street –empecé a decir en son de disculpa– pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?
       Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y dijo:
       –Señor Marx, lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para llenar un libro. Éste ha cesado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.
       Con cierto cansancio pregunté:
       –¿Cree que es una buena compra?
       –No hay otra mejor –me contestó–. Si hay algo que todos hemos de usar son las tuberías.
       –Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán trescientas.
       Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba doblar su valor en pocos meses. Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios –y en muchos casos sus ahorros de toda la vida– en Wall Street. De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela.
        Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos fueron presas del pánico. Todo el mundo quiso vender. Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para cubrir las garantías que desaparecían rápidamente. Luego, Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando. El día del hundimiento final, mi amigo Max Gordon me telefoneó desde Nueva York. Todo lo que dijo fue: “Marx, la broma ha terminado”.


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